domingo, 5 de agosto de 2007

Indios beodos.

El 21 de octubre de 1810, por encargo de la Primera Junta, partió de Buenos Aires una expedición militar al mando del coronel Pedro Andrés García. Su destino: las Salinas Grandes, legendario lugar que hoy pertenece a la provincia de La Pampa y en el que años más tarde establecería su bastión el cacique Calfucurá.

Un doble objetivo se proponía la columna. Pensaban retornar con un cuantioso cargamento de sal (elemento indispensable para la preservación de los cueros vacunos) y debía efectuar, asímismo, un reconocimiento de la zona, hasta entonces escasamente explorada.

La presencia de los hombres de García no pasó inadvertida a los indios que poblaban la región, y la noticia circuló velozmente de un confín a otro de la llanura pampeana.

De ese modo, cuando los expedicionarios arribaron a las Salinas Grandes, fueron recibidos por un nutrido contingente de indígenas alarmados por la inesperada visita y dispuestos a recurrir a la fuerza para defender su territorio.

Se habría producido sin dudas un cruento enfrentamiento de no mediar la oportuna intervención del cacique Quinteleu, celoso defensor de los pactos firmados entre indios y españoles. Tras contener a duras penas las hostilidades de sus compañeros, Quinteleu procedió a explicarles su parecer: a su juicio correspondía el dominio exclusivo sobre las salinas, que, por el contrario, consideraba que debían ser para beneficio colectivo. Por lo demás, él se había comprometido ante el Cabildo de Buenos Aires a vigilar el cumplimiento de los tratados suscriptos y, si era necesario, defendería con sus hombres el derecho de García a cargar con sal las carretas de la expedición.

Las palabras de Quinteleu no bastaron para aplacar las iras del cacique Carrupilún, que adelantándose de entre un grupo de indios, advirtió que esas tierras eran suyas y que, por lo tanto quien pretendiera extraer sal debía atenerse a las consecuencias.

Otro de los capitanejos indígenas, Quilulef, interpeló a Carrupilún para preguntarle los motivos de su actitud, a lo que respondió el díscolo cacique que los españoles eran muy "pícaros" e intentaban siempre perjudicar a los nativos.

Al indignarse García a causa de esas palabras, que él consideraba ofensivas, el taimado jefe indio le respondió con demandas para víveres en general y de aguardiente en especial. Previendo una lucha que parecía inevitable, el coronel García terció en la discusión de ambos caciques y recordó a Carrupilún los agasajos que años antes le habría brindado el virrey Liniers en su afan por mantener relaciones cordiales con los indígenas. Le hizo notar, asimismo, el buen trato que recibían los indios cuando llegaban a Buenos Aires a comerciar sus productos.

Como estas consideraciones no produjeron en Carrupilún el efecto esperado, García amenazó con dar a sus soldados la órden de atacar.

Ante esto, las bravatas del cacique se tornaron en humildes súplicas: pidió a los expedicionarios que le proveyeran de aguardiente, tabaco, carne y pasas de uvas y se marchó con sus hombres.

Apenas si alcanzó a esbozar una disculpa, había sido la escasez de la bebida lo que había ocasionado su descortesía.

domingo, 22 de julio de 2007

Medicina casera en los tiempos de Ñaupa

Las enfermedades alternaban la tranquila vida pueblerina de antaño. Para prevenirlas y curarlas, la medicina casera disponía de infinitos recursos. Aquí, un resumen del tratamiento para las más comunes, que increíblemente, aún hoy algunos las utilizan.

Dolores de muela o de cabeza

Nada mejor que llevar en forma de vincha un cuero del lomo de un sapo, con la parte interna tocando la frente. Si lo que aquejaba era una muela, bastaba entonces con agarrar con la mano derecha uno vivo, y apretarlo hasta que abriera la boca para luego pasarlo por la zona dolorida. Y para mayor efectividad, con un huesito de su pata escarbar sobre la caries. O bien, escupirle dentro de la boca para que el dolor se transfiera al sapo.
En caso de falta de lluvia, se debía colgar un sapo vivo de un árbol, agarrado de una pata.

Culebrilla o Herpes de Zoster


Llamada así por la creencia que la enfermedad se originaba por el contacto con la piel de una culebra pequeña que había dejado su veneno en la ropa y este, transmitido a la persona. Generaba gran preocupación, ya que se suponía que al encontrarse la cola con la cabeza, el caso estaba perdido.
También los pobres batracios cargaban con la pena de la cura, ya que se los cazaba vivos y se pasaba la barriga en sentido contrario al de las pústulas, hasta que la panza del animalito "se hacía coloradita" y el bicho empezaba a gritar. Esta era la señal que la enfermedad se le había transmitido del enfermo al sapo.
Por desgracia, este método traía mayores complicaciones que ventajas, porque la piel del sapo suele tener secreciones venenosas que provocaban intoxicaciones al ser absorbidas por la piel del enfermo.

Empacho y mal de ojos


Primero se debía diagnosticar. Para ello, el curandero le levantaba tres veces con la yema de los dedos el espinazo. Si este sonaba, la persona padecía de empacho.
Para curarla existían varios métodos: uno era quemar una pezuña vacuna, y a medida que se quemaba se iba raspando. El polvo obtenido se disolvía en agua hirviendo, se lo dejaba estacionar una noche y se lo daba a tomar en ayunas al empachado.
Otro método era aplicarle una cataplasma de dulce de membrillo y encima, un huevo frito sobre el estómago.
Para el mal de ojos, el diagnóstico se realizaba dejando caer con el dedo tres gotas de aceite en un vaso de agua, acompañada de una oración secreta. Si las gotas se iban al fondo, el mal de ojos estaba presente. Los culpables de causar este mal, eran las personas con "mirada fuerte", capaz de cortar el dulce de leche cuando se estaba cociendo, y en general se lo atribuía a mujeres.
La cura era siempre verbal, con frases sabidas solamente por el curandero.

Borracheras y fiebres

Nada mejor que una toma de huevos de lechuza batidos con vino para la resaca. También se utilizaba ajos machacados con sangre de cresta de gallo y vino.
En la medicina casera, el agua estaba proscripta, por considerársela "muy dañosa" para la salud.
Ahora, si el problema era la fiebre, la solución estaba en la horchata de canina, preparada con excremento de perros blanqueados al sol. Después de beber una pequeña dosis, los infelices enfermos devorados por la sed, clamaban a gritos desde su cama: "¡más horchata!", sin sospechar el contenido del asqueroso brebaje.

Existían soluciones para todas las dolencias: parálisis, calvicie, presión alta, dolor de estómago, mal de amores, etc, todas ellas del mismo tenor que las mencionadas arriba. No sé si se curaban, pero indudablemente la gente del siglo XIX tenía una fuerza de voluntad nunca vista.


*Extraído de Todo es Historia, por Carlos Antonio Moncaut

martes, 17 de julio de 2007

Abogados sin títulos

Cuenta Salvador de la Colina en sus "Crónicas riojanas y catamarqueñas" (1920), que al ir a establecerse como abogado en Catamarca en 1880 se encontró con que la mayoría de sus colegas "se habían graduado a sí mismos y se llamaban letrados con igual derecho que los jefes de los montoneros (Santos Guayama, Anjel, Elizondo, etc) se titulaban coroneles". Como era de esperar, la actuación de estos improvisados hombres de derecho provocaba divertidos y a veces dramáticos episodios, pues, como señala el cronista, aunque no eran peritos en derecho, estaban magníficamente preparados "para la sátira y el apóstrofe, del que no escapaban ni los jueces si no providenciaban a su satisfacción".
En esta cuestión de agredir magistrados se destacaba "un fraile de San Francisco" de vasta clientela que, aunque "no conocía los códigos ni de vista", gustaba de lucir su firma esplendorosamente estampada en los escritos tribunalicios. Fue así que en cierta oportunidad declaró publicamente que para "litigar ante el juez Bascoy era necesario tener los bolsillos llenos de plata". Cuando el acusado lo intimó a que demostrara la veracidad de su afirmación, Reynoso (tal era su nombre), se negó argumentando: "yo no tengo nada que probar; es Bascoy el que debe justificarse".
Claro que el padre Reynoso era sólo un exponente de esa extraña fauna leguleya que se había enseñoreado del foro catamarqueño. Entre sus colegas había muchos que no le iban en zaga en eso de desbocarse. El mismo Salvador de la Colina recuerda el caso de aquel patrocinante que, llamado al órden por un juez debido a ciertas irrespetuosidades que se le habían deslizado en un escrito, se disculpó por sus brusquedades proclamando su respeto por la justicia, "aunque estuviera representada por un negro de tamaña trompa". Está demás decir que el magistrado era de piel morena, tenía la nariz chata y los labios gruesos.
Pero no sólo los abogados patrocinantes usaban lenguaje tan pintoresco. Los mismos miembros del Poder Judicial hacían lo propio, y se cuenta el caso de un vocal de Tribunal que informaba a la Cámara de Justicia sobre una visita a la cárcel, en estos términos: "Se ha practicado, Excelentísima Cámara, la visita anual de cárcel y lo primero que he preguntado a los presos es si les dan bien de comer, porque, Señor, lo primero es la barriga".
Sin embago, los fallos dictados por los tribunales catamarqueños de la época no debieron ser del todo equivocados. El mismo cronista reconoce que el sentido común, el profundo conocimiento de los litigantes y de los asuntos en disputa, permitían dictaminar con ecuanimidad y acierto. Gracias a ellos muchos funcionarios judiciales desarrollaron brillantes carreras. De la Colina recuerda el caso de uno de sus parientes, Fermín Aurelio, a quien llama doctor, aunque no lo fuera, porque se había ganado el título con "su esfuerzo propio y exclusivo, como Facundo se hizo general, con sus puños".

viernes, 13 de julio de 2007

El primer asesino serial: El Petiso Orejudo.

Comenzó a matar siendo un adolescente. Sus víctimas eran niños indefensos. El de Cayetano Santos Godino es el caso más escalofriante de los que registran los anales policiales del país.

Un día de 1906, el empleado municipal Fiore Godino entró en la comisaría décima, en la calle Urquiza 550, y a los gritos clamó ayuda para controlar a su propio hijo, Cayetano Santos Godino, de sólo 9 años:
–¡Señor comisario, yo no puedo con él! Es imposible dominarlo. Rompe a pedradas los vidrios de los vecinos, les pega a los chicos del barrio… Y si lo encierro en casa es peor. Se pone como loco. El otro día encontré una caja de zapatos. Había matado a los canarios del patio, les había arrancado los ojos y las plumas y me los dejó en la caja, al lado de mi cama…
El comisario fue a buscar a Cayetano al conventillo de la calle 24 de Noviembre 623, donde vivían entonces los Godino, y se lo envió al juez. Tras una reprimenda, fue devuelto a sus padres. Como no mejoraba, en 1908 lo encerraron en un reformatorio de Marcos Paz. Iba a pasar allí tres años, pero no sirvió de nada.
Fiore Godino y Lucia Ruffo, dos campesinos sardos, habían llegado en 1884 a Buenos Aires. Eran analfabetos y huían de la pobreza, pero también de una tragedia personal: el hijo primogénito, también Cayetano, había muerto de una afección cardíaca a los diez meses de edad. Después, los Godino tuvieron una hija, Josefa, con la que emprendieron la travesía, y en Buenos Aires les nacieron nueve hijos más. Al último, que vio la luz en 1896 en el conventillo de Deán Funes 1158, lo bautizaron Cayetano, como al muertito.
El padre de Cayetano era sifilítico y alcohólico, aunque se las arreglaba para ir tirando, hasta que finalmente consiguió un trabajo de farolero (encendía el fuego en los faroles de alumbrado). Cayetano era un chico frágil: enfermó de enteritis a los pocos años y creció raquítico. Peor les fue a algunos de sus hermanos, como Antonio, que era epiléptico. Cuando Fiore llegaba a casa –las dos piezas del conventillo donde la familia habitaba– les propinaba feroces palizas a Lucía y a sus hijos. Cayetano fue a varias escuelas, pero duraba poco: lo expulsaron seis veces y nadie le enseñó a leer. Cuando fue revisado por los médicos, éstos contaron 27 cicatrices en la cabeza provocadas por las palizas del padre y de su hermano Antonio.
A los siete años, Cayetano era tan bajo y menudo que parecía de cuatro. Lo llamaban "El Oreja" o "El Petiso Orejudo" porque sus apéndices auditivos eran grandes y apantallados. A los 8 cometió su primera fechoría. Tomó de la mano a un niño de 21 meses y lo llevó a un baldío donde comenzó a pegarle en la cabeza con una piedra. Al pequeño Miguel de Paoli lo salvó el vigilante de la esquina, que llevó al agresor a la comisaría. El padre tuvo que ir a buscarlo y todo quedó como una pelea de chicos. ¿Quién podía pensar que en ese incidente comenzaba su carrera el mayor asesino serial y pirómano nunca conocido en el sur de América?
El año siguiente, 1912, iba a ser un año lleno de acontecimientos, en la Argentina y en el mundo. Se hundió el Titanic en el Atlántico norte y en algunos cabarets de Buenos Aires comenzó a actuar un dúo de tangueros: el cantor Carlos Gardel y su guitarrista José Razzano. Pero para muchos porteños aquel 1912 quedó en la memoria como un año atroz, porque fue cuando un fantasma recorrió Buenos Aires dejando una huella de sangre…
El 25 de enero de 1912 se encontró, en una casa vacía de Pavón 1541, el cadáver de Arturo Laurora, de 13 años, golpeado y estrangulado.

A las seis de la tarde del 7 de marzo de 1912, una niña de 5 años llamada Reina Bonita Vainicoff, hija de inmigrantes judíos que vivían en la avenida Entre Ríos 522, miraba la vidriera de una zapatería. De pronto, sin que nadie atinara a darse cuenta cómo, el vestido blanco de Reina Bonita, lleno de volados y puntillas, comenzó a arder. Alguien le había tirado un fósforo. A pesar de los gritos desgarradores de la niña en llamas, y de que un policía se tiró sobre ella para apagar el fuego con el cuerpo, no pudo ser salvada. Reina Bonita, con quemaduras múltiples, murió 16 días más tarde. La tragedia se ensañó con la familia Vainicoff: el abuelo, al ver que su nieta ardía, cruzó la avenida Entre Ríos sin mirar y lo mató un auto.
El 16 de julio de ese mismo año, Cayetano incendió un corralón en Garay al 3100. En septiembre, mientras trabajaba como mandadero en unos almacenes del barrio, acuchilló a un caballo en los establos de Chiclana al 3300. Dos días después prendió fuego a la estación de tranvías de la Compañía Anglo, que tenía entrada por Estados Unidos y por Carlos Calvo. El 8 de noviembre de 1912, y en un descuido de sus padres, desapareció el niño Roberto Carmelo Russo, de dos años y medio, quien jugaba con su hermanito mayor en la vereda de Carlos Calvo al 3800. Minutos más tarde, un vigilante rescató a Roberto Carmelo en un baldío. Lo habían maniatado con un piolín. Junto a él estaba un muchacho menudo y de orejas apantalladas: alegó que acababa de descubrir a Robertito y estaba desatándolo.
Durante ese mes de noviembre, otros extraños sucesos conmovieron al barrio: alguien incendió un galpón de azulejos en la calle Carlos Calvo y Carmen Ghittoni, de tres años, fue golpeada en un baldío de Chiclana y Deán Funes. El vigilante llegó corriendo y sólo avistó de lejos al agresor, que huía. Cuatro días después, Catalina Neolener, de cinco años, sufrió un ataque similar en el umbral de su casa, en Directorio 78. Pero todo se iba a precipitar el día de la tragedia, el martes 3 de diciembre de 1912.
La señora María Giordano abrió la puerta de calle y miró al cielo. Estaba nublado y bochornoso, pero no parecía que fuera a llover. Dirigiéndose a su hijo Jesualdo, un gordito de tres años y medio que llevaba una pelota colorada bajo el brazo, le recomendó:
–Quedate jugando en la vereda, Jesualdito, pero no crucés.
Fue lo último que le dijo. Cuando volvió a verlo, su hijo estaba muerto. La tarde del 3 de diciembre Jesualdo fue encontrado en un basural conocido como la quinta Moreno, donde funcionaba antes el horno de ladrillos de la fábrica La Americana. Lo habían estrangulado con trece vueltas de un piolín que se le hundió en el cuello. Como no terminaba de morir, el homicida le perforó la sien derecha con un clavo de cuatro pulgadas, al que golpeó con una piedra hasta que la punta salió por el otro parietal. Luego tapó el cuerpito con chapas de cinc y se fue tranquilamente a su casa.
"El Oreja", con inconsciencia, parecía provocar al mundo. Durante la reconstrucción del crimen de Jesualdo, Godino fue visto entre el gentío que llenaba la quinta Moreno. También fue al velorio, y hasta algunos dijeron que se mostró compungido al acercarse al féretro blanco y tocar la cabecita con mano trémula. Se sabe que compró un ejemplar del diario y se hizo leer la crónica de los hechos (era analfabeto). Luego recortó la noticia y se la guardó.
El proceso a Cayetano Santos Godino se prolongó por dos años, durante los cuales "El Petiso" fue recluido en el Hospicio de las Mercedes. Las más importantes figuras de la psiquiatría criminal concurrían para examinar al reo y comprobar cómo era aquel ser al que la prensa calificaba de fiera humana. Muchas voces reclamaron que se lo condenara a la pena capital, que entonces estaba en vigencia para delitos como el homicidio, aunque no podía aplicarse a menores. ¿Pero podía llamársele niño al "Petiso", aunque su partida de nacimiento dijera que sólo tenía 15 años?
Godino era examinado como un cobayo; en el diagnóstico, se destacaban sus características físicas: la escasa talla (1,51 metros), la cabeza pequeña (microsomía); la extensión de sus brazos, que abiertos alcanzaban una envergadura de 1,85 metros; sus orejas desmesuradas y en asa, su miseria física y la desmesura de su órgano sexual. Todo conducía a una conclusión: Godino estaba predestinado al crimen. Por esa época estaban de moda las teorías de Cesare Lombrosso, que describía a los asesinos según su aspecto físico. Los médicos decidieron entonces operarle las orejas y coserlas al costado de la cabeza, suponiendo que de esta manera concluiría su afección al homicidio. Luego de una larga recuperación, dejaron en libertad al Petiso, quien cometió otro horrendo asesinato dos días después del alta médica. Fue capturado nuevamente y esta vez para siempre.
Godino fue condenado en 1914 a la pena de penitenciaría perpetua, que era irredimible. El juez lo envió a la Penitenciaría Nacional de la calle Las Heras, donde podía ser aislado en una celda. Allí pasó varios años. Aprendió a leer y escribir, a sumar y restar.
En 1923 se inauguró en Ushuaia un presidio de máxima seguridad. Se la llamó "la cárcel del fin del mundo". Godino, severamente custodiado y engrillado, fue trasladado a ella en el transporte Chaco.
Cayetano Santos Godino nunca recuperó su libertad. Según el certificado de defunción, "El Petiso Orejudo" falleció el 15 de noviembre de 1944 por una hemorragia interna causada por gastritis avanzada, aparentemente provocada por una paliza dada por los presos cuando este mató a los dos gatos mascotas de la penitenciaría. Cuenta la leyenda que, cuando el penal fue clausurado, en 1947, los huesos de nuestro primer asesino serial no pudieron ser hallados en el camposanto del lugar. En cambio, la esposa del último director tenía un pisapapeles con el fémur de Cayetano Santos Godino.

*Extraído de un texto de Alvaro Abos. Fuente: Orejas Aladas, de L. Contreras. Información adicional obtenida en los folletos del Museo de la Cárcel del Fin del Mundo, Ushuaia, Argentina.

martes, 10 de julio de 2007

Las Brujas de Tucumán

A diferencia de lo sucedido en otras regiones de la América colonial, en nuestro país no fueron frecuentes los procesos por hechicería. Los pocos que hubo, sin embargo, no dejaron de condenar a una triste suerte, a los infelices que eran acusados de practicar algún tipo de brujería e investigados de acuerdo con las creencias de la época. Tal fue el caso de una esclava negra en el Tucumán de principios del siglo XVIII. El drama se inició en octubre de 1703, cuando el distinguido vecino don Francisco de Luna y Cárdenas denunció ante el alcalde de Tucumán, Miguel de Aranciaga, que su esclava Inés había causado la muerte de su padre y de dos hermanas "y ahora tiene postrada en cama a mi mujer, que se halla con muy pocas esperanzas de vida". Sus acusaciones estaban avaladas por las investigaciones que había realizado el doctor Juan de Vargas Manchuca. Una de las experiencias realizadas por el galeno consistió en cocinar un trozo de jabón en una olla y comprobar que , una vez enfriado, el líquido se convertía en "una semejanza de leche cuajada en temple muy subido"; como seguidamente se hizo otro cocimiento similar y no pasó nada anormal, el médico dedujo que la primer vez había existido hechicería y la segunda, no. Al cabo de otros experimentos igualmente "demostrativos", Vargas Manchuca mantuvo una prolongada charla a solas con la esclava y anunció luego a los esposos que el día siguiente a las ocho de la mañana doña Isabel estaría curada, y acaso también don Francisco, ya que también él (aunque lo ignorara) se encontraba afectado por la hechicería.
Ante semejante testimonio el alcalde Aranciaga no dudó en poner en marcha el aparato legal para esclarecer los hechos y castigar a los culpables: ordenó apresar a la presunta hechicera, citó a Manchuca y lo hizo comparecer. El médico declaró que durante la entrevista la negra Ines le había confesado haber puesto "un viento" en la cabeza de su ama y otro en la espalda de Don Francisco. Otra señora juró y rejuró que la morena "había hechizado a la mujer del maestre de campo Simón de Ibarra", ya que "lavandole la cara a la difunta le brotaron espinas en la cara". Agregaba la deponente que "ha tenido mala fama la dicha negra de pública hechicería" y que oyó decir que la acusada había muerto a una hermana de su amo, don Francisco Luna y Cárdenas, y a otra de María Cancino.
El cúmulo de "pruebas" terminó por abrumar a la pobre esclava, que por insistente pedido de su patrón fue sometida al tormento, apremiada por terribles torturas reconoció que era hechicera, dió detalles de sus maleficios y confesó que había hecho pacto con el demonio, que se le aparecía cuantas veces ella lo deseara. Ante esta "confesión" poco pudo hacer el abogado defensor, nombrado de oficio, y el dictámen del juez no se hizo esperar. La negra Inés fue condenanda "a ser paseada por las calles públicas de esta ciudad, en una bestia la más abominable(...) y acabado ese paseo la lleven al lugar del suplicio en lugar apartado de la ciudad y allí sean encendida una hoguera y primero se le dé garrote y fenecida la vida sea puesto su cuerpo y arrojado al incendio donde sea consumido a la voracidad de las llamas".
La cruel sentencia se cumplió el 1 de diciembre de 1703.

viernes, 6 de julio de 2007

El diputado Bromo-Sódico

Había nacido en Córdoba y en su juventud fue hombre de milicia e inventor de instrumentos de guerra. También ejerció la poesía, y ya en 1920 en los cenáculos literarios cordobeses el nombre de Enrique Badessich era sinónimo de extravagancia, irreverencia y anticlericalismo, fama que ganó con poemarios tales como "El ósculo del crepúsculo". Finalmente, en 1922 incursionó en el terreno político, apoyado por un grupo de jóvenes que buscaban sacudir la esclerosada sociedad mediterránea llevando a primer plano a un personaje cuyo solo aspecto (cubierto con sombrero de ala ancha y con amplio gabán, luciendo una escandalosa corbata), era toda una agresión.
Así, en el verano de 1922 recorrió la provincia dictando conferencias (más de 300 en tres meses) cuyo éxito se basaba fundamentalmente en la burla constante a que sometía al clero y a los apellidos más ilustres de la provincia, a quienes llamaba "los zánganos de la colmena". Terminada la gira, nació el Partido Bromo-Sódico Independiente, que lo postulaba como diputado para las elecciones del 26 de marzo, con el apoyo de la masonería de todos los ritos, los ciudadanos del culto evangélico estudiantes y obreros liberales. A pesar de la sorpresa y explicable desconfianza de las autoridades electorales, la nueva agrupación política fue inscripta con todas las de la ley y pudo participar en las elecciones.
Apenas se inició el escrutinio Badessich se instaló en el edificio de la Legislatura y siguió atentamente el recuento de votos devorando gigantescos sandwiches de salame.
No estaba mal encaminado y los números acabaron por darle la razón. Ante el escándalo y el desconcierto de los políticos profesionales, viejos caudillos fogueados en las lides de conseguir votos de cualquier manera, el candidato del partido Bromo-Sódico resultó electo en tercer lugar, aventajando a católicos, radicales y socialistas.
La conmoción provocada por el desacostumbrado episodio superó los límites de la provincia, y el 13 de abril de 1922 el diario "La Nación" se hizo eco de la preocupación de un sector de la ciudadanía calificandolo como "un personaje colocado fuera de la razón", que había obtenido su diploma con recursos grotescos y propósitos festivos, motivos más que suficientes para rechazarlo "en nombre de la cultura y del decoro del país". Sin embargo, no todos compartían esa opinión y en Alta Gracia un grupo de prominentes intelectuales (entre ellos José Ingenieros, Eusebio Gomez, Gregorio Bermman, etc) agasajó alborozado al novel legislador. Evidentemente no hacían sinó mostrar su satisfacción ante la burlona bocanada de aire renovador que su irreverente estilo conllevaba. En respuesta al homenaje, Badessich anunció los ciento cuarenta proyectos que se proponía elevar a la Legislatura. Algunos fueron: amor libre, acortamiento de los hábitos sacerdotales, separación de la Iglesia y el Estado, implantación de la República Cordobesa con representantes confidenciales en el exterior y electrocución de los bacilos del tifus que hacían estragos en zonas de la capital provincial y Río Tercero.


Texto extraído del libro "Hombres y Hechos en la Historia Argentina". Editorial Abril.