domingo, 5 de agosto de 2007

Indios beodos.

El 21 de octubre de 1810, por encargo de la Primera Junta, partió de Buenos Aires una expedición militar al mando del coronel Pedro Andrés García. Su destino: las Salinas Grandes, legendario lugar que hoy pertenece a la provincia de La Pampa y en el que años más tarde establecería su bastión el cacique Calfucurá.

Un doble objetivo se proponía la columna. Pensaban retornar con un cuantioso cargamento de sal (elemento indispensable para la preservación de los cueros vacunos) y debía efectuar, asímismo, un reconocimiento de la zona, hasta entonces escasamente explorada.

La presencia de los hombres de García no pasó inadvertida a los indios que poblaban la región, y la noticia circuló velozmente de un confín a otro de la llanura pampeana.

De ese modo, cuando los expedicionarios arribaron a las Salinas Grandes, fueron recibidos por un nutrido contingente de indígenas alarmados por la inesperada visita y dispuestos a recurrir a la fuerza para defender su territorio.

Se habría producido sin dudas un cruento enfrentamiento de no mediar la oportuna intervención del cacique Quinteleu, celoso defensor de los pactos firmados entre indios y españoles. Tras contener a duras penas las hostilidades de sus compañeros, Quinteleu procedió a explicarles su parecer: a su juicio correspondía el dominio exclusivo sobre las salinas, que, por el contrario, consideraba que debían ser para beneficio colectivo. Por lo demás, él se había comprometido ante el Cabildo de Buenos Aires a vigilar el cumplimiento de los tratados suscriptos y, si era necesario, defendería con sus hombres el derecho de García a cargar con sal las carretas de la expedición.

Las palabras de Quinteleu no bastaron para aplacar las iras del cacique Carrupilún, que adelantándose de entre un grupo de indios, advirtió que esas tierras eran suyas y que, por lo tanto quien pretendiera extraer sal debía atenerse a las consecuencias.

Otro de los capitanejos indígenas, Quilulef, interpeló a Carrupilún para preguntarle los motivos de su actitud, a lo que respondió el díscolo cacique que los españoles eran muy "pícaros" e intentaban siempre perjudicar a los nativos.

Al indignarse García a causa de esas palabras, que él consideraba ofensivas, el taimado jefe indio le respondió con demandas para víveres en general y de aguardiente en especial. Previendo una lucha que parecía inevitable, el coronel García terció en la discusión de ambos caciques y recordó a Carrupilún los agasajos que años antes le habría brindado el virrey Liniers en su afan por mantener relaciones cordiales con los indígenas. Le hizo notar, asimismo, el buen trato que recibían los indios cuando llegaban a Buenos Aires a comerciar sus productos.

Como estas consideraciones no produjeron en Carrupilún el efecto esperado, García amenazó con dar a sus soldados la órden de atacar.

Ante esto, las bravatas del cacique se tornaron en humildes súplicas: pidió a los expedicionarios que le proveyeran de aguardiente, tabaco, carne y pasas de uvas y se marchó con sus hombres.

Apenas si alcanzó a esbozar una disculpa, había sido la escasez de la bebida lo que había ocasionado su descortesía.