Las enfermedades alternaban la tranquila vida pueblerina de antaño. Para prevenirlas y curarlas, la medicina casera disponía de infinitos recursos. Aquí, un resumen del tratamiento para las más comunes, que increíblemente, aún hoy algunos las utilizan.
Dolores de muela o de cabeza
Nada mejor que llevar en forma de vincha un cuero del lomo de un sapo, con la parte interna tocando la frente. Si lo que aquejaba era una muela, bastaba entonces con agarrar con la mano derecha uno vivo, y apretarlo hasta que abriera la boca para luego pasarlo por la zona dolorida. Y para mayor efectividad, con un huesito de su pata escarbar sobre la caries. O bien, escupirle dentro de la boca para que el dolor se transfiera al sapo.
En caso de falta de lluvia, se debía colgar un sapo vivo de un árbol, agarrado de una pata.
Culebrilla o Herpes de Zoster
Llamada así por la creencia que la enfermedad se originaba por el contacto con la piel de una culebra pequeña que había dejado su veneno en la ropa y este, transmitido a la persona. Generaba gran preocupación, ya que se suponía que al encontrarse la cola con la cabeza, el caso estaba perdido.
También los pobres batracios cargaban con la pena de la cura, ya que se los cazaba vivos y se pasaba la barriga en sentido contrario al de las pústulas, hasta que la panza del animalito "se hacía coloradita" y el bicho empezaba a gritar. Esta era la señal que la enfermedad se le había transmitido del enfermo al sapo.
Por desgracia, este método traía mayores complicaciones que ventajas, porque la piel del sapo suele tener secreciones venenosas que provocaban intoxicaciones al ser absorbidas por la piel del enfermo.
Empacho y mal de ojos
Primero se debía diagnosticar. Para ello, el curandero le levantaba tres veces con la yema de los dedos el espinazo. Si este sonaba, la persona padecía de empacho.
Para curarla existían varios métodos: uno era quemar una pezuña vacuna, y a medida que se quemaba se iba raspando. El polvo obtenido se disolvía en agua hirviendo, se lo dejaba estacionar una noche y se lo daba a tomar en ayunas al empachado.
Otro método era aplicarle una cataplasma de dulce de membrillo y encima, un huevo frito sobre el estómago.
Para el mal de ojos, el diagnóstico se realizaba dejando caer con el dedo tres gotas de aceite en un vaso de agua, acompañada de una oración secreta. Si las gotas se iban al fondo, el mal de ojos estaba presente. Los culpables de causar este mal, eran las personas con "mirada fuerte", capaz de cortar el dulce de leche cuando se estaba cociendo, y en general se lo atribuía a mujeres.
La cura era siempre verbal, con frases sabidas solamente por el curandero.
Borracheras y fiebres
Nada mejor que una toma de huevos de lechuza batidos con vino para la resaca. También se utilizaba ajos machacados con sangre de cresta de gallo y vino.
En la medicina casera, el agua estaba proscripta, por considerársela "muy dañosa" para la salud.
Ahora, si el problema era la fiebre, la solución estaba en la horchata de canina, preparada con excremento de perros blanqueados al sol. Después de beber una pequeña dosis, los infelices enfermos devorados por la sed, clamaban a gritos desde su cama: "¡más horchata!", sin sospechar el contenido del asqueroso brebaje.
Existían soluciones para todas las dolencias: parálisis, calvicie, presión alta, dolor de estómago, mal de amores, etc, todas ellas del mismo tenor que las mencionadas arriba. No sé si se curaban, pero indudablemente la gente del siglo XIX tenía una fuerza de voluntad nunca vista.
*Extraído de Todo es Historia, por Carlos Antonio Moncaut
Dolores de muela o de cabeza
Nada mejor que llevar en forma de vincha un cuero del lomo de un sapo, con la parte interna tocando la frente. Si lo que aquejaba era una muela, bastaba entonces con agarrar con la mano derecha uno vivo, y apretarlo hasta que abriera la boca para luego pasarlo por la zona dolorida. Y para mayor efectividad, con un huesito de su pata escarbar sobre la caries. O bien, escupirle dentro de la boca para que el dolor se transfiera al sapo.
En caso de falta de lluvia, se debía colgar un sapo vivo de un árbol, agarrado de una pata.
Culebrilla o Herpes de Zoster
Llamada así por la creencia que la enfermedad se originaba por el contacto con la piel de una culebra pequeña que había dejado su veneno en la ropa y este, transmitido a la persona. Generaba gran preocupación, ya que se suponía que al encontrarse la cola con la cabeza, el caso estaba perdido.
También los pobres batracios cargaban con la pena de la cura, ya que se los cazaba vivos y se pasaba la barriga en sentido contrario al de las pústulas, hasta que la panza del animalito "se hacía coloradita" y el bicho empezaba a gritar. Esta era la señal que la enfermedad se le había transmitido del enfermo al sapo.
Por desgracia, este método traía mayores complicaciones que ventajas, porque la piel del sapo suele tener secreciones venenosas que provocaban intoxicaciones al ser absorbidas por la piel del enfermo.
Empacho y mal de ojos
Primero se debía diagnosticar. Para ello, el curandero le levantaba tres veces con la yema de los dedos el espinazo. Si este sonaba, la persona padecía de empacho.
Para curarla existían varios métodos: uno era quemar una pezuña vacuna, y a medida que se quemaba se iba raspando. El polvo obtenido se disolvía en agua hirviendo, se lo dejaba estacionar una noche y se lo daba a tomar en ayunas al empachado.
Otro método era aplicarle una cataplasma de dulce de membrillo y encima, un huevo frito sobre el estómago.
Para el mal de ojos, el diagnóstico se realizaba dejando caer con el dedo tres gotas de aceite en un vaso de agua, acompañada de una oración secreta. Si las gotas se iban al fondo, el mal de ojos estaba presente. Los culpables de causar este mal, eran las personas con "mirada fuerte", capaz de cortar el dulce de leche cuando se estaba cociendo, y en general se lo atribuía a mujeres.
La cura era siempre verbal, con frases sabidas solamente por el curandero.
Borracheras y fiebres
Nada mejor que una toma de huevos de lechuza batidos con vino para la resaca. También se utilizaba ajos machacados con sangre de cresta de gallo y vino.
En la medicina casera, el agua estaba proscripta, por considerársela "muy dañosa" para la salud.
Ahora, si el problema era la fiebre, la solución estaba en la horchata de canina, preparada con excremento de perros blanqueados al sol. Después de beber una pequeña dosis, los infelices enfermos devorados por la sed, clamaban a gritos desde su cama: "¡más horchata!", sin sospechar el contenido del asqueroso brebaje.
Existían soluciones para todas las dolencias: parálisis, calvicie, presión alta, dolor de estómago, mal de amores, etc, todas ellas del mismo tenor que las mencionadas arriba. No sé si se curaban, pero indudablemente la gente del siglo XIX tenía una fuerza de voluntad nunca vista.
*Extraído de Todo es Historia, por Carlos Antonio Moncaut